mardi 23 juillet 2019

Elle avait enfin obtenu cette rencontre, cet interview comme on dit en français.
Elle n'y croyait pas encore tout à fait, une sorte de superstition douteuse lui nouait l'estomac.
Néanmoins, elle partit, juste avec son mobile, et un carnet au cas où il serait trop effarouché.....
La maison dans une rue tranquille était bien telle que sa mère lui avait décrite ni imposante, ni particulièrement belle : un peu triste et humide par ce jour d'automne pluvieux.
Le jardin était minuscule et à l'abandon, le perron blanc encore se frayant un chemin à travers les buissons un peu poussiéreux et déplumés.
 Elle détestait le buis, ce buisson qui évoquait pour elle des feux plein d'étincelles dans la Drôme, et non pas ces vieux machins sans odeur, même pas bons pour un cimetière.

Finalement elle était de très mauvaise humeur et ce ne fut que cette vieille habitude bue avec le lait maternel, du respect humain qui la fit entrer.
La porte un peu vermoulue était entr'ouverte, elle la poussa découvrit sans surprise l'escalier qui montait et les deux portes imposantes de part et d'autre de l'entrée, carrelée en blanc et noir.
Elle frappa à la porte de droite, puis l'ouvrit sans attendre de réponse :
il était là : immobile derrière un bureau encombré et devant la cheminée surmontée de l'inévitable miroir .
Il la regarda de derrière ses grosses lunettes d'un regard perçant, en contradiction avec le vague sourire sur ses lèvres.
Il lui fit signe de s'asseoir et lui dit seulement ceci :
Quel dommage, Luce, vous êtes venue trop tard.
Elle faillit protester puis dans le même temps elle comprit. 
 Elle sut que oui c'était trop tard, il avait raison, elle n'aurait jamais dû venir.....
Au moment ou elle allait franchir la porte à nouveau, il ajouta seulement ceci : j'ai bien aimé votre lumière....

Ah non,  elle savait bien qu'il ne fallait pas venir.....maintenant elle allait pleurer dans son cœur :
pour combien de temps ?

jeudi 18 juillet 2019

La francesa de Roberto BolanoLA FRANCESA


Una mujer inteligente.
Una mujer hermosa.
Conocía todas las variantes, todas las posibilidades.
Lectora de los aforismos de Duchamp y de los relatos de Defoe.
En general con un auto control envidiable,
Salvo cuando se deprimía y se emborrachaba,
Algo que podía durar dos o tres días,
Una sucesión de burdeos y valiums
Que te ponía la carne de gallina.
Entonces solía contarte las historias que le sucedieron
Entre los 15 y los 18.
Una película de sexo y de terror,
Cuerpos desnudos y negocios en los límites de la ley,
Una actriz vocacional y al mismo tiempo una chica con extraños rasgos de avaricia.
La conocí cuando acababa de cumplir los 25,
En una época tranquila.
Supongo que tenía miedo de la vejez y de la muerte.
La vejez para ella eran los treinta años,
La Guerra de los Treinta Años,
Los treinta años de Cristo cuando empezó a predicar,
Una edad como cualquier otra, le decía mientras cenábamos
A la luz de las velas
Contemplando el discurrir del río más literario del planeta.
Pero para nosotros el prestigio estaba en otra parte,
En las bandas poseídas por la lentitud, en los gestos
Exquisitamente lentos
Del desarreglo nervioso,
En las camas oscuras,
En la multiplicación geométrica de las vitrinas vacías
Y en el hoyo de la realidad,
Nuestro absoluto,
Nuestro Voltaire,
Nuestra filosofía de dormitorio y tocador.
Como decía, una muchacha inteligente,
Con esa rara virtud previsora
(Rara para nosotros, latinoamericanos)
Que es tan común en su patria,
En donde hasta los asesinos tienen una cartilla de ahorros
y ella no iba a ser menos,
Una cartilla de ahorros y una foto de Tristán Cabral,
La nostalgia de lo no vivido,
Mientras aquel prestigioso río arrastraba un sol moribundo
Y sobre sus mejillas rodaban lágrimas aparentemente gratuitas.
No me quiero morir, susurraba mientras se corría
En la perspicaz oscuridad del dormitorio,
Y yo no sabía qué decir,
En verdad no sabía qué decir,
Salvo acariciarla y sostenerla mientras se movía
Arriba y abajo como la vida,
Arriba y abajo como las poetas de Francia
Inocentes y castigadas,
Hasta que volvía al planeta Tierra
Y de sus labios brotaban
Pasajes de su adolescencia que de improviso llenaban nuestra habitación
Con duplicados que lloraban en las escaleras automáticas del metro,
Con duplicados que hacían el amor con dos tipos a la vez
Mientras afuera caía la lluvia
Sobre las bolsas de basura y sobre las pistolas abandonadas
En las bolsas de basura,
La lluvia que todo lo lava
Menos la memoria y la razón.
Vestidos, chaquetas de cuero, botas italianas, lencería para volverse loco,
Para volverla loca,
Aparecían y desaparecían en nuestra habitación fosforescente y pulsátil,
Y trazos rápidos de otras aventuras menos íntimas
Fulguraban en sus ojos heridos como luciérnagas.
Un amor que no iba a durar mucho
Pero que a la postre resultaría inolvidable.
Eso dijo,
Sentada junto a la ventana,
Su rostro suspendido en el tiempo,
Sus labios: los labios de una estatua.
Un amor inolvidable
Bajo la lluvia,
Bajo ese cielo erizado de antenas en donde convivían
Los artesonados del Siglo XVII
Con las cagadas de palomas del Siglo XX.
Y en medio
Toda la inextinguible capacidad de provocar dolor,
Invicta a través de los años,
Invicta a través de los amores
Inolvidables.
Eso dijo, sí.
Un amor inolvidable
Y breve,
¿Como un huracán?,
No, un amor breve como el suspiro de una cabeza guillotinada,
La cabeza de un rey o un conde bretón,
Breve como la belleza,
La belleza absoluta,
La que contiene toda la grandeza y la miseria del mundo
Y que sólo es visible para quienes aman.


Vi desde la ventana los caballos.

Fue en Berlín, en invierno. La luz
era sin luz, sin cielo el cielo.

El aire blanco como un pan mojado.

Y desde mi ventana un solitario circo
mordido por los dientes del invierno.

De pronto, conducidos por un hombre,
diez caballos salieron a la niebla.

Apenas ondularon al salir, como el fuego,
pero para mis ojos ocuparon el mundo
vacío hasta esa hora. Perfectos, encendidos,
eran como diez dioses de largas patas puras,
de crines parecidas al sueño de la sal.

Sus grupas eran mundos y naranjas.

Su color era miel, ámbar, incendio.

Sus cuellos eran torres
cortadas en la piedra del orgullo,
y a los ojos furiosos se asomaba
como una prisionera, la energía.

Y allí en silencio, en medio
del día, del invierno sucio y desordenado,
los caballos intensos eran la sangre,
el ritmo, el incitante tesoro de la vida.

Miré, miré y entonces reviví: sin saberlo
allí estaba la fuente, la danza de oro, el cielo,
el fuego que vivía en la belleza.

He olvidado el invierno de aquel Berlín oscuro.

No olvidaré la luz de los caballos.
Pablo Neruda